Así, con todo, no pude evitar clavarme en tus ojos… Extenuantes, susurrantes, perversos, pero a la vez tímidos, cálidos, suaves, perdidos de lleno en mi mirada que trataba de hipnotizarte mientras, sigilosamente, comenzaba a introducirse el apestoso hedor de la pasta base por entre las paredes de bambú.
A partir de ahí, fue fácil, un estupor de felicidad se apoderó de nosotros, cayendo rendidos el uno junto al otro, como si una furia incontrolable de deseo nos hubiera enloquecido, yo pegada a tu torso deslumbrante, tú cosido a mis nalgas como con hilo de hilvanar… y yo en ti, y tú en mí, y así los dos retorcidos de placer, en un juego que sólo Dios se hubiera negado a probar, en un pozo donde no había más sitio que para el jadeo y el contoneo de nuestros cuerpos rimbombantes…
Tu sexo con mi sexo, mi sexo con tu boca, tu sexo con mis ojos, mi cuerpo con el tuyo, pudimos bombardear todo el Pacífico con tal cantidad de goce que nos rendimos estupefactos de cansancio… Y así, derrotados como si hubiéramos luchado contra todo un reino, dormimos, contando corderos el uno con el otro, atrapando cada sueño y cada movimiento, para no escapar jamás el uno del otro… entre sueño y sueño noté la dureza de tus pies, la sequedad de tu piel y entonces preferí untarte con el aceite de mi delirio, de mi absoluto y violento amor que sólo te quería a ti…
Los corderos se mezclaban con la realidad, con el sueño, el sexo con los abrazos, con el amor, con los gemidos… Aturdidos, entremezclados, volvimos a ser uno, por entonces nuestros cuerpos se habían atragantado, inconscientemente, del olor a pasta base.